Como tiene sueño, Conejo se para antes de medianoche en un bar de la carretera para tomar café. Sea por lo que fuere, aunque es incapaz de comprender la causa, nota que se diferencia de los otros clientes. También ellos lo notan, y lo miran con ojos duros, ojos que parecen chapas metálicas encajadas en las caras blancas de hombres jóvenes que llevan cazadoras de cremallera y que se sientan en las mesas, tres por cada chica, ellas con el pelo teñido de color naranja, suelto como si fueran algas más que cabellos, o recogidos con pinzas doradas que parecen el botín de un pirata. En el mostrador, parejas maduras con abrigo hunden sus caras hacia las pajas de sus grises copas de helado. El silencio que se produce a su entrada, la exagerada cortesía de la cansada mujer que atiende el mostrador, aumentan su sensación de ser un extraño. Pide un café tranquilamente y para apaciguar su estómago se entretiene mirando el borde de la taza. Había pensado, había leído que Estados Unidos era siempre igual, de costa a costa, en todas partes. Y se pregunta: «¿Soy un extraño para esta gente, o lo soy para todo el país?».
(De Corre, Conejo, 1960)
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