sábado, julio 26, 2008

Este domingo en «Semana»


Este domingo en «Semana»:

—«El arte de dedicar libros». Un recuento de las mejores dedicatorias impresas en la literatura.
—Entrevista a Susana Baca. Una conversación con la ganadora del Grammy 2002.
—«Tour Bryce Echenique». Una suerte de Bloomsday en Lima dedicado a Alfredo Bryce.
—«Los canales de piedra». El poeta y crítico Óscar Hahn comenta la antología poética de Miguel Ángel Zapata.

Imagen: Susana Baca, por Jesús Raymundo.

viernes, julio 25, 2008

¡Pardiez!

Ya no hace falta leer traducciones de Bukowski en Anagrama. Acá en el Perú podemos encontrar el siguiente par de buenos ejemplos (los subrayados son de este blogger):

«Juliaca, Perú», de Pedro Salinas. Etiqueta Negra, nro 61, p. 46
Juliaca parecía una creación de Stephen King luego de una mala siesta. Bulliciosa. Maloliente. Caótica. «¡Coño, y ahora cómo hago para salir de aquí!», fue mi primer pensamiento al sentirme engullido por ese lugar.

«Mentiras piadosas», de Renato Cisneros. Busco Novia, Aguilar
Cuando te dicen: «Sabes que siempre vas a ser el hombre más importante de mi vida. Nunca nadie me ha hecho sentir como tú, pero debes entender que ahora tengo cosas personales que superar y terminar de entender. Estoy tan confundida que ni yo misma me entiendo». ¡Joder! ¡Nunca digan eso, por Dios! Si van a clavar un puñal, háganlo sin misericordia, porque a la larga esa piedad de utilería es más nociva de lo que creen.

viernes, julio 18, 2008

Entrevista a Enrique Prochazka


El siete de julio, a las seis de la tarde, mi amigo Augusto Effio pactó una entrevista que ambos le haríamos a Enrique Prochazka, con el pretexto de la nueva edición de Un único desierto en la editorial Matalamanga. La conversación duró casi dos horas y tuvo la participación de Pierre Emile Vandoome y Jorge Coaguila. La entrevista editada apareció en el suplemento Semana, del diario La Primera, el domingo trece de julio. Esta es una versión sin editar.

No eres lo que se conoce exactamente como un intelectual. Tú mismo, en un texto que aparece en un blog, dices: «Vuelo parapente, lanzo cuchillos, no me va mal en los 10K, escalo sin cuerda, desciendo nevados en bicicleta, todavía hago barras con una mano y no me iría mal tampoco con tres naranjas frente a un semáforo». ¿Cuán importantes son estas labores no intelectuales en tu vida?
—De esa lista que publiqué en ese momento probablemente ya no pueda hacer ninguna. He perdido práctica en casi todo y he estado concentrado en las labores intelectuales, pero yo diría que pesan muchísimo. Todavía intento hacer todas esas cosas. He bajado de 10K a 5K porque no me está yendo tan bien, y ya no practico con naranjas. Mantengo lo de los cuchillos. Me estoy dedicando mucho a la carpintería. Ese mueble que ven por allí (señala una esquina) lo estoy acabando para mi hijo. Estoy tratando de ordenarme en función de investigaciones, que no son investigaciones intelectuales, si se quiere. En Internet he publicado una lista de casi veinte libros que estoy leyendo al mismo tiempo. Ese es el ancho de banda que quiero. Estoy leyendo, formándome y haciendo un esfuerzo por mantenerme activo en términos de artesanía y de producción física, porque eso me interesa mucho.
No obstante, tus textos, como dice el crítico Gustavo Faverón, «exigen un lector entrenado y que maneje muchos referentes, y nunca tendrán ventas millonarias». ¿Compartes esa opinión?
—Esa es una opinión temprana que dio Gustavo, hace algunos años. Lo que dijo ha tenido muchas respuestas. Yo no estoy seguro, en primer lugar, de si es cierto, porque, como dice el texto que hemos estado discutiendo en algunos espacios cibernéticos, tú puedes ver una película —para hacer una analogía con el acto de leer una historia—, no encontrar ningún referente y disfrutarla por igual. Hace quince años había una serie que se llamaba Animaniac, que la hacía Spielberg. Uno de los capítulos era una parodia, larguísima, de Ciudadano Kane (1941), con las mismas angulaciones de cámara, los mismos montajes y edición. Era un tratado de Ciudadano Kane en dibujos animados y en absurdo. Los niños lo veían y se mataban de risa con lo les pasaba a esos muñecos, pero no habían visto la película. ¿Qué se proponían quienes escribieron ese guion? ¿Educar a los niños? Yo creo que no. Pienso que se quieren divertir a dos planos. Lo divertido es funcional a un nivel y crear una estructura compleja. Es una diversión etimológicamente madura. Es sacar algo del curso por donde está yendo y ponerlo en otro lado. Me parece fundamental. Si yo no pudiera escribir así, no escribiría.
Pero en tus libros hay constantes referencias históricas, literarias. Si el lector no conoce a Plinio, por ejemplo, puede quedarse perdido en las últimas líneas de tu cuento «At the Beach» (2005).
—Entiendo. Ese texto presume que uno sabe que Plinio era un personaje importante en el año 70. Sí, es verdad. Presumo que, logrado cierto punto de cultura universal, hay que saber acerca de Plinio, acerca de Darío. Eso lo estudiamos en el colegio, ¿no? ¿O ya lo hemos olvidado?
Hace poco, en un blog hablabas de las lecturas de la actual generación de narradores. Te preocupaba que solo leyese literatura y que no supiera cuál es la tercera ley de la termodinámica.
—Ese era un comentario que hice a propósito de un post de Faverón que se llamaba «Arqueología». Faverón decía que para leer bien a Paul Auster hay que haber leído bien a Borges, y etcétera. Yo le decía: «Gustavo, no solamente es eso. Además, sucede que estos chicos no han leído nada de astronomía, ni de zoología, ni nada de lo que hay en medio». Esa era una actitud como la de los viejitos del palco en los Muppets. Esos viejitos que lo único que hacían era murmurar que lo que pasaba abajo era un desastre. Y, llegada cierta edad, uno se pone como un viejito de los Muppets, sobre todo luego de haber trabajado en Educación tantos años casi inútilmente. Lo que sí sentía es que hay una complacencia con el hecho de haber borrado grandes áreas de lo que uno aprendió en el colegio o que jamás pensó que era importante conocer. Una complacencia con la ignorancia que me parece inviable, innecesaria, injustificable. Somos máquinas de aprender. ¿Por qué negarse a esas posibilidades de manejar ciertos referentes?
¿Qué importancia ha tenido Jorge Luis Borges en tu obra?
—Yo te diría que quienes me abren las puertas son los profesores de Filosofía de la Universidad Católica. Por ahí tengo una lista de determinados muchachos que están estudiando Filosofía en Lovaina en 1880. Lo que leían estos muchachos a los 20 años es prodigioso. Leían en griego, latín, inglés, alemán y francés. Manejaban un registro cultural amplísimo y trataban de encontrar lo rescatable en el canon antiguo para conocerlo. Creo que es una operación responsable para poder manejar tu presente. Entonces es que me tropiezo con Borges. Yo he leído a Borges tarde, a los diecisiete, dieciocho años. Algunos cuentos en particular me sacaron de quicio. Me acuerdo que estaba leyendo «La biblioteca de Babel» caminando por la calle, por la avenida Pezet, y llega una parte en que el narrador dice que tres letras aparecidas en cualquier parte del texto pueden significar cualquier cosa. Y luego dice algo así: «Tú, lector que me lees, ¿sabes acaso qué es lo que estás leyendo?». Con lo cual desbarataba toda teoría de la interpretación del texto. Yo agarré el libro y lo tiré al otro lado de la Pezet. Y grité. Tuve que cruzar la Pezet entre los carros para recoger mi libro, que estaba varios carriles más allá. Sí, Borges me golpeaba a ese nivel. No era la primera que me sucedía esto. Antes me había pasado con la ciencia ficción. No era el primer libro que tiraba, en buena cuenta. Borges me tocaba a dos niveles: uno, a nivel de la escritura, que imparte al texto que está escribiendo. Era del todo evidente que el texto tenía partes puestas allí como integrantes de un mecanismo intencional. No había leído autores, hasta ese momento, que habían hecho eso de manera tan clara. Y, ojo, yo no estaba estudiando literatura. La otra era el estilo, el cuidado por el adjetivo. Por esa época me enteré de que el adjetivo estaba pasado de moda y todo el mundo empezaba a ser Hemingway. Si podías escribir en siete, lo hacías en cuatro. Yo dije: «No, no me gusta». La frase larga, con ritmo interno, cuidadosamente adjetivada, me llamaba muchísimo la atención. Yo componía textos para mi clase de filosofía. Resultado de eso aparecen en Un único desierto (1997) textos que fueron escritos como divertimentos entre la clase de Metafísica y la clase de Griego II. Eran cosas que anotaba y que luego aparecieron en forma de libro.
Te han calificado como un autor de culto. ¿Te consideras uno de ellos? ¿Cómo tomas esta etiqueta?
—No sé qué es un autor de culto. Supongo que lo soy. (Risas). Un autor de culto es un escritor leído con cariño, por un grupo de personas que lo considera valioso aunque no esté en el mainstream. Esa sería la definición funcional, que me incluye. Si es por ahí, me incluye. Luis Loayza, por ejemplo, es un autor que publica poquísimo y es querido. De repente Bryce, de no haber escrito veinticinco veces el mismo libro, sería un autor de culto. El camote que le teníamos a Bryce era de esa naturaleza.
De un tiempo a esta parte, has asumido tu oficio de escritor de una manera distinta a la que se pudo notar en ti en tus dos primeros libros. ¿Qué ha sucedido para que ya no le huyas al lado comercial de la literatura, para que te asumas como un producto literario?
—Cuando publiqué Un único desierto y salió en la lista de los mejores libros del año de Visto & Bueno, de El Comercio, yo estaba muy impresionado. Estaba número cuatro. El uno era César Vallejo, el dos era Vargas Llosa y el tres era Alfredo Bryce. Si bien creía que el libro era de calidad en términos editoriales, no estaba seguro de que los cuentos se sostuvieran como producto literario. Eran demasiado evidentemente, para mí, un ejercicio de estilo. Y de pronto dije: «Parece que puedo escribir. Esto servirá para empezar a flotar». Pero luego resultó que no. El baldazo de agua fría que viene del hecho de que no eres famoso fue inmediato y muy frío. Pero yo ya había sido famoso por otras cosas. Había salido colgado en una mano en la carátula de El Comercio. No tenía especial angustia por el minuto dieciséis, o sea el minuto después de los quince minutos de Warhol. Además, había que preocuparse por otras cosas. Yo tenía dos hijos pequeños, teníamos una crisis económica y política seria, y el mundo se venía abajo en el Ministerio de Educación. Estábamos luchando contra la presión de Vladimiro Montesinos. Así que me ocupé de otras cosas.
Luego Vila-Matas publicó un artículo sobre tu obra [«Plan para el más allá», El País, enero de 2006].
—Cuando Enrique Vila-Matas escribe sobre mí en El País lo hace a raíz de mi contestación a Faverón acerca de lo poco poderosa que era la crítica literaria en el Perú. La crítica literaria había dicho que Un único desierto era una maravilla. Y la observación de Faverón decía que a Enrique nadie lo lee. Y así empezaron a cruzarse opiniones acerca de cómo escribía yo. Yo me vi entonces en la necesidad de escribir el texto con que empezó la entrevista: no soy un intelectual como se lo están imaginando. Yo todavía casteo para comerciales. Lo hago porque me parece un ejercicio de humillación minuciosa: borrar tu cara para uso comercial. Cada diez días voy a la agencia, digo mi nombre —no les dice absolutamente nada— y me dicen: «Ahora tienes que hacer el científico loco». Me pongo una bata blanca, me divierto un rato y pierdo el casting. Tengo pocas esperanzas de que me llamen. De repente la palabra no es humillación, pero sí es humildad. Mi cara no es mi cara...
Pero hiciste un programa de televisión [Educación en democracia, 2006].
—Claro, pero ahí sí era yo. Era un programa sobre educación. Me gustaba mucho hacerlo. Era época electoral. No podían gastar más, pero querían elevar la calidad del programa. Y como yo estaba bastante enterado de por dónde iba todo, me preguntaron si podía hacerlo. No podía cobrar, porque ya tenía un sueldo del Estado. Lo hice durante cuatro meses. Entrevisté a Meche Cabanillas y a todos los candidatos en el sector Educación de todos los partidos. El programa fue premiado cuando yo lo conducía. Era el año 2006 y el ministro de entonces era Javier Sota Nadal... Apenas salió el artículo de Vila-Matas, me fui a escalar, porque lo tenía previsto. Hice una ruta que se llama Planta del Más Acá. Los escaladores la conocen, van y suben, pero ninguno sabe de dónde proviene el nombre. Vivo en mundos distantes... Fui el mejor escalador nacional en diez o doce años.
¿Qué falta para que los profesores tengan buena calidad?
—Diría que es un fenómeno demográfico. Los profesores venían tradicionalmente de la clase media. Ahora no es así. En los últimos cuarenta años hemos bajado la red para reclutar profesores de clases sociales más bajas. El resultado es que ahora tenemos en campo a profesores cuyos padres probablemente eran analfabetos o con un bajísimo nivel de alfabetización. Muchos profesores son la primera generación con estudios superiores en sus respectivas familias. No era así en el pasado. Un profesor de 1970 era un muchacho que en 1940 tenía doscientos libros en su casa. Un profesor de 2010 es un muchacho que en el año 2000 huía de Sendero Luminoso por la puna. La sociología del maestro ha cambiado mucho. De tener cien mil maestros en la década de 1960 ahora tenemos seiscientos mil. Hemos tenido que bajar la calidad para encontrar el número suficiente.
¿Crees que tu literatura es una reacción a la realidad, en tu caso a la realidad de la educación desde el ministerio?
—Voy a contestar que sí, pero intentando refutar inmediatamente el supuesto que, si algo no me gusta, escribo de algo que es completamente opuesto. Y no es así. Lo que no me gusta es que la educación no progresa ni logra su cometido. Los mundos que yo creo muestran que esta educación triunfó de una u otra manera. Resulta que la mayor parte de mis personajes son personas muy educadas o con un paquete de valores, con un acervo valorativo. Siempre son resultados de un exitoso proceso educativo. Siempre es un referente el fracaso en el mundo real, pero es un referente que señala una dirección. En esa dirección está el cuento. Ese es un punto. El otro es que mis cuentos no están descontextualizados. «El porquerizo» (1997) está cargado de componentes históricos reales. No diré que es un problema tan relevante como cuando se hace una novela histórica, pero me gusta hacerlo. Hace un tiempo estaba planeando vivir en Sydney. Había hecho mi solicitud de emigraciones a Australia y me preguntaron qué sabía hacer. Yo dije: «Soy carpintero». Así tengo la ocasión de borrarme. Uno de los cuentos que más me gusta de Borges relata que Alejandro Magno, después de haber sido emperador del universo, se borra, desaparece en el desierto, y termina siendo, como lo llama la sangre, un mercenario. Y un día, en alguna ciudad, le pagan su salario de mercenario con una moneda en la que aparecía su cara. Otro caso es el de Lawrence de Arabia, que llega a Inglaterra siendo el coronel Lawrence, dice que ya no quería ser héroe nacional inglés y se borra metiéndose a la RAF. En la RAF hace alguna trastada, lo llama el teniente a su despacho y le dice: «Usted, que es un incompetente, debería seguir el ejemplo del coronel Lawrence», cuyo retrato estaba allí. Eso quiero ser. Quiero que no me reconozcan.
¿Cuán importante es el Internet, el googlear en tu vida?
—Yo googleo muchísimo. Antes de que existiera el Google existía Fuenzalida. Era delicioso. Querías saber algo y se lo preguntabas. Y hacía algo que el Google no hace, que es inventar. En realidad, Fernando era eso, un Internet privado. Antes de Google y los blogs, yo, que escribo más filosofía que literatura, decía: «Tiene que haber una posibilidad de poner todo lo que estoy creando en contacto con un público que no solo me conozca como el borgeano autor de Un único desierto. Tenía un panorama amplio y cosas que me gustaría comunicar, pero hace quince años no existía el formato blog.
Ya no sigues en el ministerio. ¿Estás trabajando?
—No estoy trabajando en el sentido laboral. Creo que puedo dedicarme a escribir. Va a ser una drástica disminución de mis ingresos, pero creo que es algo muy duro por lo que tengo que pasar. Tengo dos hijos en la universidad y el colegio. Dejé un trabajo glorioso en Antamina, muy bien pagado.
¿Cuánto tiempo te llevó escribir Casa (2004)?
—Catorce años. Yo escribo así. Anoto cuatro o cinco ideas, lo imprimo y empiezo a hacer anotaciones en los márgenes, que se van convirtiendo en parte del texto, en las sucesivas versiones. Entre cada versión de un cuento deben pasar unos quince días. Es el modo como escribo. Casa debe tener sesenta versiones. He pensado escribir una novela complementaria de Casa, donde diré todo lo que no se dice en esta... Pero tengo el orgullo de que la primera página está tal cual. Además tengo mi novela larga.
¿Cómo se llama?
Sábado. Se congeló en 1999. Los personajes están basados en amigos míos y en la que fue mi esposa. Lo que sucedió fue que mi esposa terminó estando con otro personaje del cuento. Así que dejó de interesarme escribir de esto. Era demasiado doloroso. Y paré. Pero, como plan, creo que es una novela redonda, y voy a terminar de trabajarla porque creo que vale la pena. Son veinticuatro horas en la vida de un solipsista, que en verdad ha inventado el universo, pero al que minuto a minuto le suceden cosas que no ha planeado. Él está tratando de reajustarse con eso. En su colapso entra en un estado de coma. Así descubre que todos los errores que había pasado en el día se habían debido a su estado de coma. Él sigue siendo omnipotente. Toda la novela es una búsqueda explícita del Finnegans Wake (1939). Al personaje se le ha perdido su ejemplar.
Para ser alguien que repite que sus grandes referentes no son literarios...
—Sí, pero cómo no serlo. Mientras todo le sucede, él está escribiendo una novela desde el infinito. George Lucas me robó la idea (Risas).
También se dice que tu literatura es escapista. ¿Lo es?
—A mí me contaron que en San Marcos usaban Un único desierto como libro de texto en los primeros grados de literatura. Básicamente lo que hacían los profesores era decir: «Miren cómo escriben esos de la Católica. ¡Así no se hace!». Eso fue hace quince años. Ya las cosas han cambiado. Algo ha hecho que, por ejemplo, Un único desierto sea leído por la gentita de ciencia ficción. No sé por qué, pero me tienen cariño. Las opiniones que se daban respecto de mi literatura siempre venían tarde. Cuando escribí Un único desierto tenía veintiún años. El último cuento lo escribí a los treinta. Y publico el libro ocho años después. Para ese momento estaba muy adentro de la redacción de Sábado.
¿Encuentras referentes en la tradición literaria peruana?
—Me gusta Duque (1934) y La casa de cartón (1928). Pienso que cuidar las frases es algo muy importante. Esa elegancia que tiene Martín Adán es inalcanzable. Máxime cuando te lo imaginas escribiendo a los dieciséis años. Yo he tenido el privilegio de conocer a Estuardo Núñez. Hemos hablado mucho con Estuardo sobre Adán. Tantas veces Pedro (1977) me hace reír. El de Bryce es un humor que me interesa. Sin embargo, cuando trato de escribir con humor no me sale. No soy una persona graciosa. No hay un solo cuento en Un único desierto que te haga reír. Tengo un humor frío, pero que funciona. Una de las cosas que más tempranamente descubrí en mí mismo es el estilo para hacer humor. Lo puedo reconocer en cuadernos de 1974. Yo diría que es el humor de Arthur Clarke, el típico chiste de Arthur Clarke que así nomás no lo entiendes. Es un humor inglés de poco octanaje. Así me gusta escribir. En realidad, hubiese querido que salga de otra manera, pero así salió.
Hay un artículo tuyo, muy divertido, titulado «Elogio del mal cine».
—Claro, pero es un artículo muy antiguo.
Sí, y comentas que formaste un grupo dedicado a admirar no la calidad de las películas, sino su ausencia. ¿Qué importancia tiene el cine en tu obra?
—Muchísima. Yo participé en este grupo, que estaba integrado por personas de orígenes académicos muy diversos. Teníamos un historiador gordo, un traficante de artesanía incaica, un patita de dos metros que practicaba kung-fu, el jefe de cómputo de la Católica, y yo era el filósofo escalador. En fin, éramos un grupo interesante. Yo no he tenido nunca una promoción. Estudié filosofía con otras cinco personas y con dos nomás hablé. En la cafetería uno se encontraba con ingenieros, abogados, y ahí encontré mi formación. Una de las cosas divertidas que hacíamos era escalar, y otra era ir al cine. Nos dábamos inmensas maratones de cine. Sábado está hecho en torno a imágenes cinematográficas. Uno de los personajes tiene acceso a la colección de películas en Betamax de la Escuela Militar de Chorrillos, que era enorme. Recuerdo con precisión haber ido a una casa, con cajones de cerveza, a ver La naranja mecánica (1971), Conan (1982), Mad Max (1979), 2001, una odisea espacial (1968) y El resplandor (1980). Todo junto. Salíamos de allí y si alguien no metía un hachazo a otro era admirable. Veíamos las películas una y otra vez, repetíamos las frases, hacíamos fiestas con pósters, nos vestíamos como los personajes. Yo me he vestido de vikingo alguna vez, para entrar a una casa por la ventana y romper algo. Era una camorra muy divertida.
En Tragedias de Shakespeare [Editorial 451, Madrid, 2007] aparece un remake tuyo de Romeo y Julieta: «Averno». ¿Fue un texto por encargo?
—Sí, y Me pareció delicioso. Nunca había hecho un texto por encargo de esas características, porque como funcionario público hice muchísimos. Aquí se trataba de un reto de acomodar el sistema que tengo para escribir y el tipo de referencias que quería hacer a lo que deseaba para la historia. La historia ocurre en Verona. Escoges las letras de Verona, las pones en desorden y es averno. Pero en ese desorden algunas cosas están pasando. Lo que ocurre con las letras del título sucede con los episodios de esa historia. Es una meticulosa transposición de los momentos. En las primeras cinco semanas no escribí nada. Estuve diseñando cómo sería la estructura del texto. Una vez que lo supe me puse a escribir. No siempre me sucede esto. Muchos de mis textos han sido producidos por la emoción. Lo que sucede con el texto es que yo no tenía una anécdota. Y quería evitar atribuirle a Romeo y Julieta la ambientación, como el caso de los hinchas del Corinthians y el Botafogo. Hay cuarenta versiones fílmicas de Romeo y Julieta. Eso es exactamente lo que no quería. Tú lees este Romeo y Julieta y no encuentras el que te esperabas. Es una cosa cubista, son frases de Romeo y Julieta puestas en lugares perfectamente irónicos. Yo creí que me iba a salir con la mía y que sería genial, pero he leído los otros cuentos y hay otros que son hartos mejores. Otelo, por ejemplo, es un virus de computadora. Ya por ahí me ganó. Ahora, no he recibido ningún comentario, pese a que el libro está en Lima.