lunes, marzo 31, 2008

Las memorias de Mark Everett


No tendrá perdón quien se pierda el artículo de Rodrigo Fresán sobre Mark Everett, vocalista de los Eels, a quien llama "el Kurt Vonnegut del rock". Everett acaba de publicar dos cajas recopilatorias musicales a manera de homenaje por los primeros diez años de los Eels, y también ha lanzado un libro de memorias, que, como dice Fresán, "alguna editorial debería traducir urgentemente".
El artículo de Radar de Página 12 se puede leer haciendo clic aquí.

Quipu: "El jardín de los onanistas", de Álvaro Díaz


El segundo autor elegido en esta nueva etapa del Proyecto Quipu es Álvaro Díaz Ávila, chiclayano de veinticuatro años, que estudió periodismo y que ahora dice dedicarse a algo “que no tiene nada que ver con eso”. Para esta quincena los jurados fueron Daniel Salas y Gustavo Faverón. Se le recuerda a quienes quieran participar que pueden enviar sus cuentos o poemas al correo gfaveron@gmail.com. Los cuentos no seleccionados para una quincena serán considerados para las quincenas siguientes.


El jardín de los onanistas

¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué soy yo aquí? Soy un pincho parado
(Fue lo que dijo el poeta chiclayano Juan Ramírez Ruiz en una reunión de amigos una noche cualquiera)

Bruno ha desaparecido y nadie sabe dónde está. Hace meses que salió de su casa y se perdió para siempre de la vida de todos. Hasta ahora lo siguen buscando, pero creo que ya sin esperanzas de encontrarlo. A medida que los meses han ido avanzando, el recuerdo de Bruno se ha convertido en un fantasma que se filtra en nuestras vidas, en nuestras conversaciones y en nuestros sueños. Ayer soñé, por ejemplo, que a Bruno se lo llevaba un cohete espacial que decía con letras negras “La Incertidumbre”. Por eso, yo al menos, no he dejado de pensar en él ni en las posibles razones de su desaparición; una desaparición que al principio resultó extraña, pero que después regresa a nuestras especulaciones como una escalofriante consecuencia lógica, como si el destino de Bruno se hubiera condenado a sí mismo a evaporarse, a desintegrarse voluntariamente en su propio y patético drama de un artista que no sabe quién ser.
Un día me dijo: “No sé lo que pasa, pero siento que todas las chicas con las que he estado son la misma, todas han sido la misma mujer solo que con diferente cuerpo, como si en cada una de ellas se repitiera un mismo prototipo, una misma forma de ver la vida”. Esa idea lo estuvo torturando por mucho tiempo. La vida de Bruno, como sus mujeres, se repetía constantemente desde niño, como dando círculos sobre lo mismo, y por alguna razón que no entiendo, un día Bruno se da cuenta de eso. Esas cosas no las entiendo. Era como si, de pronto, Bruno hubiera decidido despertar, o en todo caso, lo hubiesen despertado de manera imprudente y empezara a darse cuenta de que la vida consistía en algo más. Bruno a cada instante nos decía que de chico pensaba que la vida le tenía guardada una sorpresa, nadie se lo había dicho pero él estaba convencido de eso, y él mismo ha vivido —nos dijo— como si su vida no fuera su verdadera vida, porque su verdadera vida vendría luego, y sería distinta, más divertida, pero eso lo pensaba desde niño, pero ha ido creciendo y creciendo y me he sentido muy pequeño, muy defraudado, todo es tan difícil, tan grande, tan lejos de mí, ahora me he convencido de que la vida no me tenía guardado nada, vida pendeja, y ahora estoy caminando a oscuras. Sus palabras.
¡Ay! Qué habrás estado esperando de la vida, Bruno. Antes Bruno vivía feliz y triste, triste y feliz, su vida de lo mismo: sus canciones de siempre, su madre, los programas de televisión de siempre, sus amigos de siempre, sus enamoradas —todas iguales— de siempre, sus tormentos cotidianos de siempre, su maniática sensibilidad de siempre, todo mezclado en un torrente de emociones que lo demolían diariamente y lo hacían componer canciones bonitas; sí, bonitas, pero nunca totalmente desgarradoras, bonitas pero que nunca terminaban por decir lo que él realmente sentía, bonitas pero no realmente buenas; y Bruno descubrió eso también y se regañaba a sí mismo, y se deprimía, se ofuscaba y sufría una pequeña desesperación interna. Una pequeña desesperación interna que yo supongo es la misma que siente alguien que se da cuenta que su vida es una farsa. O la misma desesperación interna de alguien que pudo ver su futuro a través de una ventana y lo que vio fue un túnel muy oscuro y casi infinito. Cosas así sin exagerar.


La vida de Bruno empezó a cambiar. Primero, con ligereza, con repentinas y extrañas decisiones y cambios de humor, y luego con más fuerza e intensidad hasta llegar a convertirse en un verdadero delirio melancólico. Hasta llegar a convertirse en un sueño confuso o surrealista. O algo así, porque con Bruno la realidad simplemente dejaba de ser la realidad; como cohetes que llevan escritos las palabras “La Incertidumbre”. De plano, confieso que la idea me entusiasmó, a mí me parecía realmente divertido que un artista mediocre y sin confianza en sí mismo como él llegara a ensimismarse y a interrogarse tanto sobre su propia vida, que lo haya hecho desconectarse con la realidad. Porque yo conocía muy bien la vida de Bruno, de su timidez, de sus historias corrientes, de sus amoríos con discreta emoción, de sus sufrimientos adolescentes y anodinos, de las cuatro o cinco bandas, libros y películas que forman su reducida enciclopedia cultural, de su incapacidad de acercarse a los riesgos y tomar decisiones trascendentales, de almacenar en su mundito interior sólo programas de televisión de infancia, de su romanticismo empalagoso como el chocolate. En el fondo y en apariencia, Bruno era un niño. Uno lo miraba y era imposible resistirse a su encanto de chiquillo inquieto y dulce; hablabas con él y creías que hasta hace un rato había estado jugando en un jardín escolar. Había cumplido veinticinco años pero aún llevaba dentro de sí la inconsciencia y la espontaneidad de un niño; no he conocido a alguien tan espontáneo como Bruno, era impensable encontrar en él una premeditación, o una interrogación exagerada de las cosas. Bruno hablaba y se comportaba desde su “yo”, su único y valioso “yo”. Un niño Bruno condenado a ser atravesado por sus emociones, a dejar que la vida lo traspase sin pensar demasiado, sin profundizar mucho en nada, la contradicción de una lágrima en constante caída acompañada de una sonrisa eterna. Pero Bruno cambió y yo la verdad esas cosas no las entiendo. ¿Cómo es que un chico ordinario como Bruno pudo volverse líricamente loco? O hermosamente loco, o fascinantemente loco, o entrañablemente loco. Por lo general la gente no cambia así, drásticamente, y entonces a lo mucho Bruno se deprimía una o dos noches, pero hubiese regresado a su mediocridad cotidiana, porque así somos los chicos ordinarios, y porque Bruno, como cualquier otro chico ordinario, olvida inconscientemente las preocupaciones que pudieran estremecerlo, y eso porque carece de profundidad. Y así, sin dramatismos, se podía pasar la vida hasta morir en dulce ignorancia. Sin embargo Bruno se despertó un día y un cohete llamado “La Incertidumbre” se lo llevó de su mundo para depositarlo en el planeta de todos nosotros. Desde entonces Bruno preguntaba sobre la vida, la muerte y el sentido de las cosas y al principio uno lo escuchaba y se reía, porque nadie pensó que las cosas se irían tomando demasiado en serio. Por mi parte yo ya empezaba a observar la vida de Bruno con especial gozo —en realidad me moría de la risa—. Me convertí en seguidor silencioso de su progreso de artista confundido, afanoso en conocerse a sí mismo. La personalidad de Bruno se hacía —graciosamente— más compleja y contradictoria. Dentro de él empezó a nacer —graciosamente— su otro yo autodestructivo y malsano. Y Bruno se quedaba largos ratos en silencio, mirando el techo. El techo. Y Bruno caminando de aquí para allá buscando un pensamiento. Un pensamiento. Probó la marihuana, aunque fracasó en sus locas ganas de volverse un adicto porque le incomodaba sobremanera su efecto. Bruno sufriendo por el tiempo, a quién denominó su principal enemigo. Esta angustia por el tiempo perdido se desencadenaba de un momento a otro, cuando él advertía que lo que estaba haciendo no servía de nada para sí mismo, entonces, por ejemplo, en mitad de una película a la cual Bruno no le encontraba “esencia”, se paraba y se iba, ¿a dónde?, a estar conmigo mismo, nos decía. O de pronto, una mañana a Bruno lo veías corriendo, literalmente, diciendo que aquel “fantasma de vacío” lo perseguía y no había que dedicarle más tiempo, por eso corría porque tenía que coger un libro, o escuchar un disco.
Su primer trastorno fue la paranoia con su voz. Empezó a preocuparse por su voz, estaba convencido de que su voz no era la misma siempre, que cambiaba constantemente conforme a su estado de ánimo, o a lo que él llamaba su “fuerza interior”. Se convenció tanto a sí mismo de esa idea, que uno de verdad empezaba a notar las diferencias, entonces a veces se le notaba seguro, con buena pronunciación, hablando con énfasis cada palabra, y otras, se le notaba cansando, frágil, incluso hasta tartamudeaba. Era el reflejo de estados interiores, y por eso, lo que añoraba, era una voz suave y áspera, una voz suave que se dilatara con el viento.
Pasaba todo esto y a mí me parecía que todo lo que hacía Bruno lo apañaba de ternura e ingenuidad. Yo lo miraba, y lo convertí rápidamente en mi héroe personal, aquel personaje cotidiano y ordinario que hace todo lo posible por revelarse contra su destino de la eterna repetición de lo mismo. En el fondo, Bruno anhelaba apasionarse con algo, no sé si habrá llegado a esa conclusión, pero estoy seguro de que lo que Bruno buscaba era aquella pasión que le diera algo de sentido a su vida. Pero la pasión siempre le fue esquiva, desaparecía de su ser como arena entre las manos, llegaba a su vida como relámpagos fugaces, verdaderos y efímeros momentos donde realmente “sentía” la vida, aunque eso se desvanecía rápidamente y regresaba a su frivolidad diaria. De eso trata su locura, de aquel delirante deseo de agarrarse de aquello que lo hiciera sentirse vivo, era un náufrago que se hundía en el mar de la convencionalidad, y donde la única salvación era lo trascendente, lo inmortal y lo superior. Pero el camino a ello no era el conocimiento ni la intelectualidad, sino la pasión, es decir, la sangre en las venas, la presión en el estómago, la exaltación de los sentidos, la emoción pura, y en los últimos meses que lo vimos luchaba por alcanzarlo, o al menos jugaba a que luchaba.


En todo ese tiempo Bruno mantuvo una relación con Leila, su última novia, a quien amenazaba con dejarla mil veces, de las cuales cumplió tres, para luego regresar a los brazos de la pobre y confundida Leila, convencido de que no podía vivir sin ella, pero atormentándose porque en el fondo no la soportaba por ser tan convencional e incapaz de entenderlo. Pero Bruno la necesitaba, eso era evidente. Leila era la primera oyente de sus canciones, la única discípula de sus doctrinas, la cómplice infalible de sus proyectos. Leila estaba allí siempre porque lo amaba, porque le creía todo. Y si quiero ser tajante en este punto, diría que si alguna vez Bruno llegó a ser algo de lo que pensó para sí mismo pues lo fue para Leila. Y fue Leila la primera en convertir la desaparición de Bruno en un suceso místico, y por ratos, cuando se emocionaba, en profético. Porque Leila sentía que lo estaba perdiendo, que se le escapaba de sus brazos, que lo veía y era como si no estuviera, como un vacío, y Bruno con sus besos le estaba diciendo adiós. Cuando empecé a escribir esta historia indudablemente lo primero que hice fue buscar a Leila y hablar sobre Bruno. Leila fue la única testigo de los últimos días con nosotros. Me hice muy amigo de ella y pude sacarle detalles muy personales. Leila me cuenta por ejemplo que los últimos cinco días casi no salía de su cuarto para nada. Bruno aún vivía con sus padres y ellos se preocupaban por alimentarlo, aunque ya casi no tenían ninguna comunicación. Salvo Leila, quien se quedaba a dormir con él y hacían el amor de vez en cuando. Me contó incluso que en el acto sexual Bruno actuaba de manera rarísima; se colocaba encima, escondía la cabeza entre el cuello y el hombro de Leila y no decía nada y no emitía ningún ruido, solo escondía la cabeza y se movía por unos segundos hasta terminar. Las últimas veces habían sido así y para Leila se convirtió en un acto casi de gratitud. Ella entendía eso como que Bruno salía de su refugio en sí mismo para aplacar lo más rápido posible esa necesidad “desagradable”. Esa fue la palabra que utilizó Bruno para referirse al deseo sexual: desagradable. Y con esa palabra escuché —y también entendí— otro de los grandes tormentos que soportaba Bruno casi en silencio: su incontenible apetito sexual. Yo no lo sabía, pero Bruno nunca había dejado de masturbarse. El sexo parecía envolverlo, sofocarlo, torturarlo tanto que lo odiaba. Era una adicción secreta que lo consumía todos los días, pues no podía dejar de pensar en sexo, y eso, decía él, era la más terrible de sus desgracias porque lo separaba de su esencia artística y espiritual, cosas de Bruno. Cuando me contó esto Leila yo me reí, pero ella me dijo no te rías. Para Bruno esto era muy serio. Un día Bruno estuvo pensando tanto en el asunto que soñó algo escalofriante. Soñó que unos hombres viejos vestidos de niños jugaban en un enorme jardín, y mientras jugaban se estaban masturbando. Es decir que mientras corrían y daban vueltas se estaban cogiendo el pene. Y no paraban de masturbarse hasta que se juntaron entre ellos y se tiraron al pasto para tener un orgasmo casi simultáneo, y todos a la vez entraron en un trance delirante de gritos y sonidos para luego descansar como niños con un dedo en la boca.


Hace varias semanas que estoy tratando de escribir esta historia. La corrijo y la reescribo constantemente. Tengo miedo de no expresar exactamente lo que pasó y sobretodo, no quiero reflejar dramatismos. Porque aquí todo tenía el aspecto de broma, un chiste corriente que deja de ser gracioso en el momento en que Bruno desaparece de verdad. Hasta antes de ese momento Bruno es cándido, travieso, frágil, pero nunca valiente, nunca capaz de cumplir lo que hizo luego. Y fue justamente ese sueño que me contó Leila lo que realmente me motivó a escribir. Me quedé muchos días pensando en aquel sueño y llegué a entenderlo como un simbolismo de su vida y me pareció un sueño fantástico. Entendí que Bruno era uno de aquellos viejos que corría por todo el enorme jardín sin parar de masturbarse, porque el estar en constante masturbación era su manera de “negar” la realidad, de no aceptarla, de satisfacerse consigo mismo y no necesitar de nada más que su cuerpo. Entonces Bruno prefiere masturbarse y seguir jugando en ese enorme jardín que era el mundo, para luego dormir con un dedo en la boca. Y así y así hasta hacerse viejo.
Estoy seguro de que Bruno se dio cuenta de eso y por eso tampoco dejó de pensar en aquel sueño, y su graciosa y exagerada desesperación por cambiar tuvo que ver con que quería dejar de ser ese viejo que no dejaba de masturbarse. Porque para mí su instinto sexual solo componía una parte de su compleja personalidad, y en realidad su masturbación era generalizada, es decir, vivía masturbándose con sus manías, con sus miedos, con sus complejos, con su ternura; gozaba con todo su ser y se acostumbró tanto a eso que no quería vivir en otro mundo que no sea con su propia satisfacción. Pero por alguna razón que no entiendo, Bruno quiere romper esa burbuja, ese mundito interior de autosatisfacción. Se sintió vacío, se sintió niño, se sintió inmaduro.


Una noche, meses antes de su desaparición, hablamos acerca de su futuro. Aquella vez Bruno había estado tocando sus canciones; estaba excesivamente inquieto, expresivo y de buen humor, hablaba y cantaba con graciosa vanidad, una vanidad repentina y exagerada, producto más de la exaltación y del vino que de su verdadera y frágil personalidad. Lo que pasa es que Bruno sabía que estábamos disfrutando de él, de sus manías al hablar, de sus canciones tiernas, de su voz, aquella original voz de tonalidades fuertes y ásperas que le dieron algo de estilo. Y en eso estábamos, escuchándolo cantar y hablar, hasta que, no sé por qué ni de dónde salió, decidimos increparle sobre su futuro como músico. Lo que recuerdo es que la idea inicial no tenía otra pretensión más que la de alentarlo a que pensara un poco más en lo que puede hacer con su música, a manera de un regaño de amigos. Según nosotros, era una forma de darle a entender que nos parecía demasiado bueno como para que siguiera desperdiciando su tiempo, aunque no teníamos tampoco ni idea de qué es lo que se debe hacer para llegar a algo, así que, mientras la conversación avanzaba nuestra idea se convirtió en una serie de comentarios torpes e inútiles sobre lo que debía hacer Bruno con su vida. ¿Qué más podía hacer Bruno?, quizá ninguno de nosotros se había preguntado eso de verdad, después de todo tenía su banda, había grabado, como pudo, sus canciones en un disco que repartió a sus amigos, tocaba constantemente en conciertos locales y cada vez estaba componiendo mejores canciones en un proceso creativo que él encontraba necesario y motivador; pero ¿Bruno era lo suficientemente bueno como para llegar a algo más? Esa noche nos comportamos como unos tontos, y nos pasamos largo rato deliberando sobre el destino de nuestro amigo Bruno, quien minutos antes estaba jugando de lo lindo a ser un cantante especial, sensible y seguro de sí mismo, pero después de haber sido sermoneado por nosotros empezó a sufrir un entristecimiento envolvente que parecía devorarlo y que se reflejó claramente en su semblante pálido, en su mirada fija sobre la nada y en sus comentarios que se fueron reduciendo a monosílabos distraídos y lacónicos. A veces me inclino por pensar que esa noche empezó a cambiar algo dentro de Bruno.
En una de sus últimas noches con Leila le dijo mientras miraba las estrellas por la ventana: “yo creo que el último día de mi vida será como este, mirando las estrellas y sin haber entendido nada”.

Marzo de 2008

domingo, marzo 16, 2008

Quipu: "El árbol", de Julio Meza


"El árbol", cuento de Julio Meza, es el primer texto seleccionado para el proyecto Quipu. Lado B publica además "El día del al revés", del mismo autor, en el post siguiente.

Para la primera edición quincenal de esta nueva etapa de Quipu, se recibieron seis decenas de textos de jóvenes autores (no todos llegaron a ser revisados, muchos de ellos se juntarán con otros cincuenta textos llegados en los últimos quince días). Los jurados encargados de esta primera selección fueron Javier Gárvich y Ernesto Carlín, quienes eligieron de común acuerdo los dos cuentos enviados por Julio Meza, subrayando sobre todo uno de ellos, “El árbol”. Julio Meza (Lima) tiene veintisiete años, es un abogado graduado en la PUCP que ahora se dispone a estudiar literatura en esa misma universidad. Ha publicado un libro de cuentos, Tres giros mortales, en la editorial Casatomada que dirige Gabriel Rimachi. Administra un blog de crítica de rock llamado Atrapa la Luz (http://www.atrapalaluz.blogspot.com/).

Al este de un cielo de nubes blanquecinas, el sol se levantaba con su característico vigor matutino (parecía un hombre luminoso que se despereza exhibiendo una panza abultada) y, con su fuerza natural, lanzaba sus rayos amarillos que producían iridiscencias en las rocas de los cerros imponentes. Varios metros más abajo, en el pueblo, las tejas rojizas y las ventanas de las fachadas brillaban por el emerger de la mañana, y estos pequeños resplandores formaban raras constelaciones que podían verse desde las lejanías. En la plaza, la iglesia mayor proyectaba una sombra alargada, que aumentaba de tamaño hasta atravesar el asfalto, ingresar al jardín central y refrescar la banca de madera que acogía a un mendigo. A una cuadra, en la calle que conducía al río de aguas tranquilas, se encontraban las casas de las personas más pudientes, y, por ello mismo, el sector más cuidado y agradable de todo el valle. Una de esas construcciones, que se ubicaba en una esquina concurrida, era la del señor, un hombre de edad avanzada, pero con un cuerpo tan recio que daba la idea que los años, en vez de afectarle, le habían dado una fibra invencible. Frente a su puerta principal, por donde recibía las visitas de sus pares, se ubicaba el resultado de las décadas completas que había llevado en ese lugar: un árbol de raíces profundas, tronco grueso y firme, y ramas y hojas de una gran abundancia.
—¡Cuánto se demora este bruto! —dijo el señor, saliendo a la vereda para buscar al jardinero.
A una centena de metros, el jardinero venía caminando lentamente, como si reflexionara con paciencia antes de dar cada paso. Sobre su espalda encorvada, y en una bolsa de rafia, llevaba sus herramientas de trabajo, algunas ropas y un frasco con gasolina. “Pero qué rico”, pensó, luego de sentir el calor del ambiente en su cuerpo, y se puso a silbar. La melodía que brotaba de sus labios era en apariencia alegre, pero tenía una corriente subterránea que la tornaba melancólica y, en algunos momentos, hasta vertiginosamente triste. Por más que se esforzó (puso un dedo en su boca y junto los dientes), no logró evitar el aire oscuro de su música. “Parece que mi interior me manda un mala señal”, caviló, y, sin embargo, continuó soplando con ritmo.
Luego de pasar por una bocacalle, vio al señor, que exhibía un rostro de exasperación, y recién avanzó con rapidez, pues entendió que estaba llegando tarde. “Uy, el señor está amargo, creo”, pensó.
Ya delante de su patrón, bajó sus cosas y saludó con verdadero cariño: — Señorcito, buenos días. ¿Cómo se encuentra hoy?
—A ti que te importa cómo estoy —respondió el señor, agresivamente—. Debiste aparecer hace media hora.
—Sí, señorcito —dijo el jardinero, bajando la cabeza—. Pero no se moleste. Al fin y al cabo, he llegado ya, ¿no?… Dígame, ¿para qué soy bueno?
—Primero, la próxima preséntate más temprano —manifestó el señor—, porque de lo contrario no te daré ningún encargo —y, relajando su mal carácter, señaló el árbol—. Bueno, ¿ves a ese?
—Sí.
—Deseo que lo hagas caer.
—Pero… —dijo el jardinero, mirando el árbol por un momento— ese está sano y fuerte. ¿Por qué quiere que lo baje?
—¡A ti qué te interesan mis razones! —el señor volvió a encolerizarse—. ¡Sólo córtalo!
—Como desee, entonces —aceptó el mandado el jardinero —. Lo haré lo más pronto que pueda.
—Espera —agregó el señor, rascándose la cabeza—. Si te lo cuento, tal vez trabajes con más ganas.
—A ver, señorcito.
—Mira, sucede que mi mujer está muy enferma —se explicó el señor—. Ella cree que va a morirse. Pero considera que eso no sucederá hasta que cante un ave de mal agüero. Y en el único lugar en que se puede colocar dicho animal es en ese árbol. Por lo tanto, mientras no exista esa planta fregada, ningún pájaro se hará escuchar.
—Entiendo, señorcito —dijo el jardinero, respetuosamente.
—Bueno, ahora me voy —finalizó el señor—. Tú ya sabes cuál es tu trabajo.
Mientras se retiraba el señor, el jardinero se paró delante del árbol y lo observó con atención: bajo el sol intenso, tenía un aire majestuoso y superior, como de alguien importante. “Además”, pensó él, “parece de ánimo duro y voluntad terca, igual que un señorón de esos”. De inmediato, el jardinero se acobardó, y contrajo el cuerpo hasta juntar la quijada con el pecho. Su meditación le indicaba que debía mostrar respeto, pues no estaba tratando con un igual. Pero, luego de unos segundos, cuando se dio cuenta que estaba frente a un árbol, se irguió por completo, se colocó en posición de pelea, y dijo en tono desafiante: —No me vencerá ni con su porte de señor ni con nada… ¡Y, por último, no permitiré que le haga daño a la señora!
Desde la perspectiva del jardinero, el árbol pareció responder a sus palabras: se agitó ligeramente, como si se estuviera riendo ante su amenaza.

***

—Ha llegado su fin, señor árbol —se animó el jardinero, levantando la tijera de podar—. Ahora sabrá de mi oficio.
Con una minuciosidad de artista, y sobre su escalera de tablas, empezó cortando las ramas más pequeñas. Para alguien no avisado, daba la sensación de estar realizando una labor de peluquería, pero trasuntada a los oficios que requieren las plantas. Luego de varios minutos, cuando terminó con su tarea, y dejó al árbol sólo con su enramado grueso, tomó el machete y, con golpes secos, acabó por tirar abajo esos brazos marrones y tortuosos. Ya con la cara y el pecho manchados de tierra, descendió al suelo, y procedió a alistarse para el trabajo más arduo: quebrar el tronco. Empuñando el hacha con ambas manos, taló una y otra vez, deteniéndose a ratos para secarse la frente o beber agua de una botella de vidrio. Media hora después, cuando estuvo a punto de concluir (sólo faltaban tres o cuatro hachazos), cogió la soga y, con mucha precisión, la envolvió a un lado del tronco. A continuación, tiró con potencia, hasta que, tras el grito “¡cuidado abajo!”, el árbol cayó vencido, desplomándose en su integridad.
—Le dije que acabaría con usted —soltó el jardinero, dibujando una media sonrisa—. Ahora, pues, le verá el señor.
Mientras tanto, el sol seguía gobernando con ímpetu, lanzando sus rayos como si estuviera dando su bendición a todos los seres existentes. En respuesta, las flores abrían sus pétalos de colores, invitando a que cayera en su interior un poco de la energía dorada que se desperdigaba por el campo; y los animales, con una alegría que manifestaba éxtasis, jugaban desplazándose de un lugar a otro y produciendo una bulla disonante pero feliz. Más allá, sin embargo, un conjunto de nubes albas, que poco a poco se volvían de un gris espectral, acechaban como fantasmas, y expandían su sombra tensa por algunos bastos territorios. A su vez, el viento, al que parecía fastidiarle la claridad del día, exhalaba hacia el este, ora con suavidad, ora con una potencia desgarradora, y, lentamente, desplazaba a los copos blancos del cielo a su encuentro con el astro rey.
Avanzando sin apuro, el jardinero se acercó a la casa y tocó la puerta. De inmediato, el señor se asomó y preguntó qué deseaba.
—Ya he acabado, señorcito —dijo el jardinero, con tono alegre—. Puede decirle a su señora que esté tranquila. Nada le va a pasar.
—Oye, ¿pero tú estás bruto? —se molestó el señor y, estirando un dedo, indicó—. ¡El árbol sigue allí!
—¿Qué? —se impresionó el jardinero, volviéndose—. Pero si hace un rato…
—¡Cumple con tu tarea, so vago! —concluyó el señor, y lanzó la puerta.
Estupefacto, el jardinero le puso los ojos al árbol con una cólera ardiente: este se hallaba con su tronco intacto, sin ninguna rama quebrada y con su mechón de hojas llenas de una vida arrogante.
—No me la va a hacer —reventó el jardinero, colérico—. ¡A mí no me la va a hacer!

***

En las alturas, el viento, que había soplado con una fuerza liberada, empujó las nubes a lo largo de varios de kilómetros y, habiendo logrado su propósito inicial, oscureció el ambiente de tal forma que todo se tiñó de una coloración ceniza. Las nubes, con su naturaleza ahora abultada y negra, expedían relámpagos incesantes y provocaban la sensación que, de un momento a otro, iban a explotar definitivamente. El sol, del que ya sólo se podía observar cierto resplandor y algunas de sus lanzas brillantes, moría sin luchar y estático, como si le hubiera sido suficiente su breve reinado.
—Con que sí, ¿no? —dijo el jardinero, destilando amargura.
Con movimientos presurosos, se sacó la chompa y el polo, y se amarró una faja de cuero alrededor de la cintura. Sin esperar un instante, cogió su hacha y, furiosamente, golpeó el árbol en su base. Repitió este acto numerosas veces, sin descanso ni para tomar un suspiro, hasta que logró dejar al aire libre el centro mismo del tronco. “Tendrá que derrumbarse”, pensó el jardinero, dirigiéndose al árbol. “A las buenas o a las malas”. Prosiguió con rabia cada vez más intensa, como si, en un arranque de locura, estuviera asestándole cuchillazos homicidas a una víctima que estuviera a punto de fenecer. Luego de uno minutos, con su entorno lleno de astillas de madera, el árbol empezó a inclinarse hacia la izquierda. Dejando la cuerda que uso anteriormente a un lado, lanzó terribles puntapiés contra la corteza pelada, y, rechinando estremecedoramente, el árbol se derrumbó.
—¡Le dije que no podría conmigo! —se exaltó el jardinero—. ¡Se lo dije!
Para que no haya duda de su logro, siguió asestándole tajos al árbol caído. Con el rostro y la espalda húmedos de sudor caliente, le dio duro a las ramas, casi sin distinguir las que eran pequeñas de aquellas de mayor tamaño. En quince minutos, y exhibiendo unos dedos encallecidos, tuvo a sus pies un enorme montículo verde y castaño. A continuación, aprehendió otro instrumento (una sierra), y prosiguió con el tronco desnudo. Sin conmoverse por la savia que se derramaba a manera de sangre, hirió progresivamente el cuerpo tendido, hasta sacar la primera rodaja de madera. Tres cuartos de hora después, no existía tronco, sino una docena de trozos circulares. “Aquí no acaba la cosa”, le dijo al árbol, mentalmente, mientras jadeaba de cansancio. “Sólo ha comenzado lo bueno”. Con el hacha, y ya gastando las últimas energías que le restaban, destrozó las mencionadas piezas y, como si fuera a prender una fogata, acumuló leña en grandes cantidades.
—¿Quién es el señor, pues? —dijo el jardinero, completamente cansado, pero orgulloso—. ¡Ahora dime quién es el señor!
—A quién le hablas, loco de mierda —gritó el señor, desde el interior de su casa.
El jardinero se volteó y, dirigiéndose al señor con un tono triunfante, le anunció: —¡Ya terminé! ¡Venga usted a ver cómo quedó!
El señor abrió la puerta y quedó callado, como si estuviera pensando la manera más punzante de responder un insulto.
—¡Tarado! —soltó por fin, y agregó, con la mirada ardiente: —¡Pero si allí esta el árbol! ¡Acaso tratas de reírte de mí!
Estupefacto, el jardinero dirigió su cabeza hacia atrás y, con las articulaciones temblorosas, se encontró con el árbol íntegro, tan igual como lo había visto a su llegada.
—¡Carajo, termina de una buena vez o ya no querré más tus servicios! —indicó el señor, y se marchó golpeando la puerta.
El jardinero, jalándose de las crenchas, gritó: —¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡No le dejaré vencer! ¡No!

***

Explotando por un frenesí agresivo que le enfermaba la cabeza, el jardinero no reflexionó un momento, sólo se dejó llevar por el mero arranque del impulso, y empezó a empapar el árbol con la gasolina que tenía en una botella. Mojó la parte más expuesta, desde las zonas visibles de las raíces, hasta el tronco que se perdía por las ramas entreveradas. Como su pulso era descontrolado (no aguantaba la irritación que le producía haber sido derrotado dos veces por el árbol), manchaba el suelo y sus propios pies calzados con sandalias. Finalmente, empapó un trapo y, llevado por un afán piromaniaco, lo encendió con fósforos y lo arrojó al árbol. Este ardió como una antorcha gigante y crepitó sin cesar, expulsando densas humaredas negras.
—¡Le derroté! —saltó de alegría el jardinero—. ¡Ahora sí le derroté! —y se puso a reír con carcajadas enajenadas—: ¡Ja, ja, ja! ¡Ju, ju, ju!
El sol había desaparecido por completo, sin dejar siquiera un modesto rastro de su presencia. Las nubes, que eran las nuevas gobernantes del cielo, lucían un negro intenso y, además de reventar en fragorosos espasmos de luz, echaban rayos como si fueran brujos vengativos. El viento, perdiendo toda coordinación, soplaba a mansalva, entreverándose en desorden y careciendo de un sentido claro. De un momento a otro, se escuchó un tronar más fuerte que todos lo anteriores, y, por un instante, se vivió una atmósfera paralizada, como si el tiempo se hubiera detenido en una fotografía.
Y, con violencia, llovió.
—¡No! —chilló el jardinero—. ¡No se liberará de esta!
Las llamas del árbol, que habían crecido considerablemente, empezaron a apagarse, y el humo brotó en espirales como una serpiente encantada de su canasta. El jardinero, sin esperar un segundo, y con movimientos torpes por la desesperación, echó más gasolina, y, por casualidad, se empapó el pecho y las piernas.
¡No le dejare ganar! ¡No! —aulló, y, sin ninguna razón, volvió a lanzar risotadas—: ¡Ja, ja, ja! ¡Ju, ju, ju!
En seguida, prendió fuego. El árbol se envolvió en llamas, pero no con el mismo brío de antes. Con lo ojos desorbitados, el jardinero se puso a silbar, como lo hizo al principio del día. Pero ahora, acompañado de su música, también bailó, dejando huellas largas sobre el barro. Su tonada era exaltada, y hacía referencia a un triunfo supremo y una alegría espiritual. Era una melodía propia de fiestas carnavalescas, pues estaba compuesta de partes jubilosas y de un ánimo lujurioso. Pero, en lo profundo, tenía un aire lúgubre, que indicaba la melancolía que produce la proximidad de la muerte. Sonaba como el anuncio festivo y resignado de alguien que, pese a sus esfuerzos sobrehumanos, fallecerá.
El jardinero bajó mecánicamente la cabeza y, sin sorprenderse, descubrió que tenía la bota de su pantalón encendida. Ya sin cordura, se bañó con lo que restaba de gasolina, mientras expedía a grandes aullidos:— ¡Ja, ja, ja! ¡Ju, ju, ju!
Y, con el cuerpo en fuego a lo bonzo, gritó—: ¡Así usted morirá! ¡Morirá!
Y corrió a abrazarse al tronco del árbol: fuego y fuego se unieron y, hasta consumirse, no se apagaron.

***

No pasó mucho (de dos a tres horas) para que las nubes se desgastaran en su trance líquido, pues, a medida que evacuaban agua, se consumían al igual que cuerpos afectados por la hambruna. En un momento dado, desaparecieron del horizonte, y se presentó, con un aura renovada, quien gobernaba en un principio: el sol. Este, despidiendo su luz brillante, impartió una vida nueva a la atmósfera, que se mostró caliente y acogedora como una madre. El viento, por su lado, se relajó por completo, y únicamente se hacía sentir a manera de una brisa fresca que relaja los rostros y mueve con sutileza las cosas dóciles.
El señor salió de su casa y se encontró con una escena pavorosa: desperdigadas por el piso, había un hacha, una sierra, una soga, un recipiente y una tijera de podar; más allá, un cuerpo calcinado, que sólo mostraba como piezas intactas sus dientes blancos, se exhibía con un gesto furioso y tenso; y, al lado, el árbol se levantaba íntegro y con la vida lozana del que ha renacido.
—Pero… —se dijo el señor, sorprendido—. ¿Pero qué ha pasado?
De pronto, un ave negra se posó sobre una de las ramas gruesas del árbol. El señor, que la había visto llegar, cogió algunas piedras e intentó espantarla.
—¡Fuera! —decía—. ¡Fuera, monstruo!
Sin hacerle caso al señor, el ave negra abrió el pico y, haciendo primero unos gorgoritos, cantó con una sencillez sublime. Luego, esquivando uno de los proyectiles que le lanzaron, se marchó.
—¡Maldita! —le gritó el señor, alzando los puños—. ¡Maldita ave de mal agüero!

***

En la noche, bajo una luna colmada de reflejos, la esposa del señor murió luego de un vómito de sangre.

"El día del al revés", de Julio Meza

—Ya te lo he dicho—, dijo el abuelo, acomodándose el chullo que cubría su caballera hirsuta y negra—. Lo que pasa es que no quieres creerme.
Una porción luminosa del sol, casi su tercera parte, despuntaba entre los cerros verdes señalando el comienzo de la jornada. Las nubes, que hacía sólo unas horas habían lucido oscuras y tumultuosas, pues durante la madrugada había llovido en toda la zona con una fuerza torrencial, ahora se mostraban livianas al igual que pequeños copos de algodón. Debido a esto, el cielo estaba sumamente despejado (tenía una transparencia relajante), y, sin mucho esfuerzo, se podía distinguir el color del pecho de las palomas que sobrevolaban en las alturas.
—Pero es que es imposible—, manifestó el niño, rascándose la cabeza—. Eso parece un cuento.
Disfrutando del ambiente, el abuelo y el niño se encontraban acomodados sobre unas bancas de madera, en un rincón del patio. En el contorno, había puertas que conducían a habitaciones de dimensiones pequeñas, que albergaban a los viajantes que llegaban al pueblo por las fiestas del santo patrón. El abuelo obtenía algún dinero por el alquiler de esos cuartos, pero, en vez de ser conocido por su faceta de arrendatario, la gente lo distinguía como aquél que había leído mucho y contaba relatos. Quizás, por ese motivo, su forma de hablar era como un hombre de la ciudad.
—Te lo repetiré— dijo el abuelo, fastidiado —. Cuando llega el 16 de enero, un pedacito del mundo se pone al revés.
—Hoy es esa fecha, y no ha pasado nada— manifestó el niño, con un gesto de suspicacia—. Te he chapado la mentira.
—Bueno, piensa lo que quieras— se cansó el abuelo. De forma maquinal, sacó una bolsa con hojas de coca, y se puso a masticarlas, mientras guardaba un silencio sepulcral. Luego de unos momentos, con el cachete hinchado por la acumulación de la hierba, continuó—: Te contaré lo que sucedió hace exactamente quince años. ¿Conoces el ataúd de los pobres?
—¿Cuál es ése?— preguntó el niño, extrañado.
—Es ese ataúd que se encuentra en el velatorio de la municipalidad. Es el que sirve para llevar a los cadáveres de los indigentes desde la capilla mortuoria hasta la fosa común. Ese ataúd sólo se conserva en buen estado por sus duras tablas y su excelente barnizado… Bueno, el hecho es que los seres humanos son siempre los que van a ese ataúd. Hombres y mujeres, de todas las edades, se dirigen a su compartimiento, y lo ocupan por un lapso de tiempo. Pero, de repente, un 16 de enero, el ataúd fue hacia los hombres y las mujeres. Aunque no lo creas, el dichoso ataúd salió de su morada y empezó a perseguir a la gente por la calle. Abría y cerraba su tapa como si fuera una boca enorme, y volaba sobre su base de la misma forma que lo hacen los espíritus. Pese a que las personas huyeron en estampida, el ataúd atrapó a una viejita cegatona que barría la vereda. Sólo así tranquilizó su hambre maléfica. Al día siguiente tuvimos que enterrar a la viejita.
—Eso no ha sucedido— soltó el niño, e hizo una mueca de sorpresa tan graciosa que le provocó una risita al abuelo—. Tengo que ir a ver ese ataúd.
Sin despedirse, el niño partió en seguida, levantando una breve estela de tierra seca. Corrió a lo largo de tres cuadras, llegó a la plaza principal (en donde numerosas palomas comían migas de pan) y, esquivando las bancas y los jardines de flores vistosas, se dirigió hacia el velatorio. Cuando llegó a ese lugar, con mucha cautela, y respirando agitadamente, pues sentía que un miedo inevitable crecía en su interior, abrió su portón de metal. En la habitación, que, debido a las ventanas cerradas, tenía una atmósfera lúgubre, encontró el referido ataúd. Estaba colocado sobre un armazón de bronce, lo rodeaban unas lámparas de focos apagados y, cerca a la cabecera, tenía una cruz de ornamentación barroca.
“Pero el ataúd no vuela ni come gente”, pensó el niño. Iba a adentrase para ver de cerca al protagonista de la historia del abuelo, pero fue interrumpido por el guardián.
—¿Qué haces aquí?— le preguntó, con un rostro de amargura—. Éste no es un espacio para pequeños. Vete de una buena vez.
El niño miró al guardián, luego al ataúd, y se marchó sin decir una palabra.
De regreso en la casa, halló al abuelo en el mismo lugar, mascando coca y, como una iguana, calentando el cuerpo con los intensos rayos solares.
—Me has engañado— soltó el niño—. El ataúd ni siquiera tiembla.
El abuelo emitió una sonrisa, y respondió: —Por supuesto que el ataúd no se mueve. Te dije que eso sucedió hace quince años. Ahora el ataúd descansa tranquilo, como un animal sedado.
—Ah ya —dijo el niño, con ojos de molestia, pues percibía que le habían tomado el pelo—. ¿O sea que el ataúd se quedará quieto para siempre?
—No necesariamente —mencionó el abuelo— Mejor te cuento otro hecho que aconteció hace 25 años, en un 16 de enero tan similar al que vivimos hoy.
—A ver —dijo el niño, con un tono de suspicacia—. Comienza.
—Bueno —soltó el abuelo, metiéndose más coca en la boca—. ¿Conoces a la partera y la tendedera?
—Sí —respondió el niño, preocupado porque esta vez los personajes eran de carne y hueso—. Son amigas de mi mamá.
—Entonces podrás preguntarles a ellas si miento o no –dijo el abuelo, tranquilo y sin remarcar que planteaba un desafío—. Bueno, aquí va la historia… Lo que sucede siempre es que los individuos, para llegar a esta tierra, salen del vientre materno. Algunos con facilidad, otros con dificultad, pero todos pasan alguna vez por entre las piernas de sus madres. Pero un 16 de enero, en el que caía un aguacero con una furia espantosa, la partera fue llamada al hogar de la tendedera. Aquélla creía que iba a ayudar en un nacimiento común, uno semejante a los tantos otros que había visto pasar por sus experimentados ojos. Pero, cuando llegó a su destino, se encontró con algo monstruoso. Un recién nacido, todavía con el cordón umbilical intacto y con manchas de sangre en el cuerpo, pugnaba por introducir su cabeza en la vagina de su madre. “Ayúdeme”, le dijo la tendedera a la partera. “Haga que mi hijo se meta en mí”. La partera, aterrorizada porque nunca antes le habían hecho un pedido igual, se quedó quieta, sin saber cómo enfrentar la situación. “¡Ayúdeme, por Dios!”, agregó la tendedera. “¡Acaso espera que lo haga sola!”. La partera venció su temor e, impulsada por la fuerza del deber que exige todo oficio, puso las manos a la obra. A la mañana siguiente, cuando en el horizonte podía apreciarse un arco iris, la tendedera tenía a su hijo en su interior.
—No puede ser —dijo el niño, con un mohín que indicaba tanto escepticismo como perplejidad—. Tengo que comprobarlo.
Sin decir más, el niño partió de inmediato. Se dirigió al puesto de la tendedera, que se ubicaba frente a un descampado, en el cual se acumulaban las palomas, pues aprovechaban los charcos que había dejado el temporal para beber diminutos sorbos y mojar sus plumas. El niño llegó a su destino agitado, ya que había acelerado como si lo persiguiera el demonio. Desde una distancia de pocos metros, observó a la tendedera (una mujer entrada en años y con una contextura extremadamente delgada) que atendía con solicitud a sus clientes.
“Pero si no está embarazada”, caviló el niño, decepcionado. Por un instante quiso interrogar a la tendedera sobre lo que, según el abuelo, había pasado hacía 25 años. “Mejor no lo hago. Podría pensar que estoy loco. Pues lo más probable es que lo que me ha dicho el abuelo sea mentira”.
Pensativo, el niño retornó donde el abuelo. Tenía muchas preguntas que realizarle sobre el ataúd y la tendedera, y, sobre todo, deseaba saber por qué le contaba esos embustes.
Cuando retornó a la casa, el sol se había elevado de entre los cerros llenos de pasto y, con una potencia soberbia, brillaba en el punto más elevado, justo en la perpendicular a la tierra. Las escasas nubes que restaban se habían alejado gracias a un viento suave, que aliviaba a la gente del calor sofocante que se había apoderado de la atmósfera. Las palomas, en especial las jóvenes, dejaban los nidos y aprovechaban el ambiente agradable para ir de techo en techo jugueteando.
En el patio, el niño no encontró al abuelo. En el sitio que había ocupado, que aún estaba tibio por el calor de las sentaderas del viejo, sólo había algunas hojas de coca, ordenadas de una manera muy particular: formaban la frase 16 de enero.

***

Caminando por el atrio de la iglesia principal, el niño reflexionaba sobre los relatos que le había descrito el abuelo. Abstraído, se sentó en las escaleras de piedra y puso su cabeza sobre la palma de sus manos. Muy cerca, veía cómo un bebe, de aproximadamente dos años de edad, perseguía a las palomas, intentado agarrarlas sin conseguirlo. Saliendo de sus cavilaciones, el niño sonrió por la ingenuidad del bebe. Sin embargo, su gesto cambió de pronto. Sin que haya una advertencia previa, variaron los papeles en la escena que veía: las palomas empezaron a perseguir al bebe. Éste escapaba dando pasos zigzagueantes, hasta que, a causa de su torpeza, cayó de bruces al piso. Las palomas lo recogieron y, sujetándolo con sus patitas agudas, se lo llevaron, desapareciendo en el horizonte amarillo.

viernes, marzo 07, 2008

Nueva obra de teatro de Vargas Llosa


Este 29 de marzo, en el teatro Británico de Miraflores, se estrenará la nueva obra de teatro de Mario Vargas Llosa: Al pie del Támesis. En la dirección estará Luis Peirano y se contará con Alberto Ísola como actor principal.
Esta es la sexta obra teatral vargasllosiana. Antes publicó La señorita de Tacna (1981), Kathie y el hipopótamo (1983), La Chunga (1986), El loco de los balcones (1993) y Ojos bonitos, cuadros feos (1996), agrupadas en Obra reunida: teatro, de Alfaguara. Quien compró este libro puede ir maldiciendo su suerte: su colección se acaba de arruinar. En todo caso, puede completarla con la edición de Al pie del Támesis que la misma editora publicará próximamente.

Imagen: www.enexclusiva.com