Vamos por el centro, mi amigo y yo, en la especie de sonambulismo que realizamos cuantos vivimos cobijados por este cielo gris, sucio y vulgar del invierno; vamos y venimos sin ton ni son, sin saber por qué, desde la esquina de San Juan de Dios hasta la esquina de la Merced; y volvemos desde la esquina de la Merced hasta la plazuela de San Juan de Dios. Son las doce del día en Lima. Un cañón ha marcado con heroica sonoridad la hora. Aquí las cosas se marcan a cañonazos. Nadie nos llama la atención, vagamos sin inquietud, sin curiosidad, sin atisbos, así, como limeños, como peruanos, como sudamericanos... Vemos, al pasar, lo de siempre, lo que toda la gente ve, en Lima, a esa hora, por la misma calle (Abraham Valdelomar).
Sol amplio, duro, del acabar de febrero. No hay sombra posible en este mediodía, artificial, exacto, inalterable. La noche no llegará nunca. Son las dos de la tarde, y el sol aún está a la mitad del cielo en una atracción, terca y boba de la tierra. Resplandece el yeso de las calles —el blanco, el amarillo, el verde claro, el azul celeste, el gris perlino—, los colores perfectos, prudentísimos, de las casas de Barranco (Martín Adán).
Sobre el cerro San Cristóbal la niebla había puesto una capota sucia que cubría la cruz de hierro. Una garúa de calabobos se cernía entre los árboles lavando las hojas, transformándose en un fango ligero y descendiendo hasta la tierra que acentuaba su color pardo. Las estatuas desnudas de la Alameda de los Descalzos se chorreaban con el barro gormado por la lluvia y el barro acumulado en cada escorzo. Un policía, cubierto con su capote azul de vueltas rojas, daba unos pasos aburridos entre las bancas desiertas, sin una sola pareja, dejando la estela fumosa de su cigarrillo. Al fondo, en el convento de los frailes franciscano, se estremecía la débil campanita con un son triste (José Diez Canseco).
Olvidarse de la luna
Que se asoma a veces sobre Lima
Y arroja un cono de amargura
Una pirámide doliente
Hecha de polvo y llanto suspendido
(Jorge Eduardo Eielson).
No reina en Lima la abierta controversia sino el chisme maligno, no ocurren revoluciones sino opacos pronunciamientos, no permanece el inconformismo sino que el espíritu rebelde involuciona hasta el conservadorismo promedio. La juventud imaginativa, iconoclasta y desordenada termina por sentar la cabeza (Sebastián Salazar Bondy).
Mi amor fue limeño, mortecino y desesperado como la garúa (Luis Loayza).
Medio día. Plaza San Martín: bocinas, pitos, ultimoras, tranvías bulliciosos. El cielo, pesado y ardiente, sofoca (Oswaldo Reynoso).
Memo recordaba con nostalgia sus paseos de antaño por calles arboladas de casas bajas, calles perfumadas, tranquilas y silenciosas, por donde rara vez cruzaba un automóvil y donde los niños podían jugar todavía al fútbol. El balneario no era ya otra cosa que una prolongación de Lima, con todo su tráfico, su bullicio y su aparato comercial y burocrático. Quienes amaban el sosiego y las flores se mudaron a otros distritos y abandonaron Miraflores a una nueva clase media laboriosa y sin gusto, prolífica y ostentosa, que ignoraba los hábitos antiguos de cortesanía y paz y que fundó una urbe vocinglera y sin alma, de la cual se sentían ridículamente orgullosos (Julio Ramón Ribeyro).
Abatido entre Lima y La Herradura
(El rincón de Hawai a diez kilómetros
de la eterna ciudad de los burdeles),
un crepúsculo de rouge cobra banderas,
baptisterios barrocos y carcochas.
(Luis Hernández).
El mar está muy cerca, Hermelinda,
pero nunca tendrás la certeza de sus aguas revueltas, su presencia
habrás de conocerla en el óxido de todas las ventanas,
en los mástiles rotos,
en las ruedas inmóviles
en el aire color rojo-ladrillo.
(Antonio Cisneros).
y debo caminar pudriéndome por quedar bien contigo mientras vamos paseando por Tacora entre prostitutas y ladrones
que no logran robarnos nada porque nada tenemos pero tenemos hambre y comemos ciruelas
y corremos fugándonos sin cancelar la cuenta
y otra vez estamos en la plaza San Martín frente al caballo inmovilizado por las cámaras de los turistas
sin saber dónde ir ni qué ómnibus tomar
sin saber cómo ni cuándo apareciste en Lima sorpresivamente como esas pocas lluvias que llegan para lavarnos de la duda
(Enrique Verástegui).
A Lily le gustaba ir todas las tardes a esa esquina del parque Salazar alborotada de palmeras, floripondios y campanillas desde cuyo murito de ladrillos rojos contemplábamos toda la bahía de Lima como contempla el mar el capitán de un barco desde la torre de mando. Si el cielo estaba despejado, y juraría que aquel verano el cielo estuvo siempre sin nubes y el sol brilló sobre Miraflores sin fallarnos un solo día, se divisaba allá al fondo, en los confines del océano, el disco rojo, llameando, despidiéndose con rayos y luces de fogueo mientras se ahogaba en las aguas del Pacífico (Mario Vargas Llosa).
Toda la literatura peruana podría dividirse en dos tendencias: los endiosadores y los detractores de Lima. La verdadera ciudad probablemente no es tan bella como dicen unos ni tan atroz como aseguran los otros (Mario Vargas Llosa).
Vivo dos o tres años en la casa que mi abuelo ha construido para que nazcan los hijos e su hija. Esa casa queda al lado de otra casa, para la otra hija, y de otra casa para descendientes notables o amigos de la familia venidos a menos. Todas estas casas quedan la lado del caserón de mi abuelo y, mala suerte, poco tiempo después, el APRA, partido de multitudes populares totalmente opuesto a mi abuelo, por ser este descendiente de virreyes o presidentes de derechas, funda La Casa del Pueblo al lado de la casa del “último Echenique”, como se le solía llamar a mi abuelo en Lima. Nos mudamos todos, menos él, pues decide no moverse jamás de ahí para que el APRA y sus multitudes populares no vayan a pensar que les tiene miedo. Durante años, lo visito y lo admiro los domingos, entre el estruendo de música popular que proviene de La Casa del Pueblo, para joderle los domingos a mi abuelo (Alfredo Bryce Echenique).
Sol amplio, duro, del acabar de febrero. No hay sombra posible en este mediodía, artificial, exacto, inalterable. La noche no llegará nunca. Son las dos de la tarde, y el sol aún está a la mitad del cielo en una atracción, terca y boba de la tierra. Resplandece el yeso de las calles —el blanco, el amarillo, el verde claro, el azul celeste, el gris perlino—, los colores perfectos, prudentísimos, de las casas de Barranco (Martín Adán).
Sobre el cerro San Cristóbal la niebla había puesto una capota sucia que cubría la cruz de hierro. Una garúa de calabobos se cernía entre los árboles lavando las hojas, transformándose en un fango ligero y descendiendo hasta la tierra que acentuaba su color pardo. Las estatuas desnudas de la Alameda de los Descalzos se chorreaban con el barro gormado por la lluvia y el barro acumulado en cada escorzo. Un policía, cubierto con su capote azul de vueltas rojas, daba unos pasos aburridos entre las bancas desiertas, sin una sola pareja, dejando la estela fumosa de su cigarrillo. Al fondo, en el convento de los frailes franciscano, se estremecía la débil campanita con un son triste (José Diez Canseco).
Olvidarse de la luna
Que se asoma a veces sobre Lima
Y arroja un cono de amargura
Una pirámide doliente
Hecha de polvo y llanto suspendido
(Jorge Eduardo Eielson).
No reina en Lima la abierta controversia sino el chisme maligno, no ocurren revoluciones sino opacos pronunciamientos, no permanece el inconformismo sino que el espíritu rebelde involuciona hasta el conservadorismo promedio. La juventud imaginativa, iconoclasta y desordenada termina por sentar la cabeza (Sebastián Salazar Bondy).
Mi amor fue limeño, mortecino y desesperado como la garúa (Luis Loayza).
Medio día. Plaza San Martín: bocinas, pitos, ultimoras, tranvías bulliciosos. El cielo, pesado y ardiente, sofoca (Oswaldo Reynoso).
Memo recordaba con nostalgia sus paseos de antaño por calles arboladas de casas bajas, calles perfumadas, tranquilas y silenciosas, por donde rara vez cruzaba un automóvil y donde los niños podían jugar todavía al fútbol. El balneario no era ya otra cosa que una prolongación de Lima, con todo su tráfico, su bullicio y su aparato comercial y burocrático. Quienes amaban el sosiego y las flores se mudaron a otros distritos y abandonaron Miraflores a una nueva clase media laboriosa y sin gusto, prolífica y ostentosa, que ignoraba los hábitos antiguos de cortesanía y paz y que fundó una urbe vocinglera y sin alma, de la cual se sentían ridículamente orgullosos (Julio Ramón Ribeyro).
Abatido entre Lima y La Herradura
(El rincón de Hawai a diez kilómetros
de la eterna ciudad de los burdeles),
un crepúsculo de rouge cobra banderas,
baptisterios barrocos y carcochas.
(Luis Hernández).
El mar está muy cerca, Hermelinda,
pero nunca tendrás la certeza de sus aguas revueltas, su presencia
habrás de conocerla en el óxido de todas las ventanas,
en los mástiles rotos,
en las ruedas inmóviles
en el aire color rojo-ladrillo.
(Antonio Cisneros).
y debo caminar pudriéndome por quedar bien contigo mientras vamos paseando por Tacora entre prostitutas y ladrones
que no logran robarnos nada porque nada tenemos pero tenemos hambre y comemos ciruelas
y corremos fugándonos sin cancelar la cuenta
y otra vez estamos en la plaza San Martín frente al caballo inmovilizado por las cámaras de los turistas
sin saber dónde ir ni qué ómnibus tomar
sin saber cómo ni cuándo apareciste en Lima sorpresivamente como esas pocas lluvias que llegan para lavarnos de la duda
(Enrique Verástegui).
A Lily le gustaba ir todas las tardes a esa esquina del parque Salazar alborotada de palmeras, floripondios y campanillas desde cuyo murito de ladrillos rojos contemplábamos toda la bahía de Lima como contempla el mar el capitán de un barco desde la torre de mando. Si el cielo estaba despejado, y juraría que aquel verano el cielo estuvo siempre sin nubes y el sol brilló sobre Miraflores sin fallarnos un solo día, se divisaba allá al fondo, en los confines del océano, el disco rojo, llameando, despidiéndose con rayos y luces de fogueo mientras se ahogaba en las aguas del Pacífico (Mario Vargas Llosa).
Toda la literatura peruana podría dividirse en dos tendencias: los endiosadores y los detractores de Lima. La verdadera ciudad probablemente no es tan bella como dicen unos ni tan atroz como aseguran los otros (Mario Vargas Llosa).
Vivo dos o tres años en la casa que mi abuelo ha construido para que nazcan los hijos e su hija. Esa casa queda al lado de otra casa, para la otra hija, y de otra casa para descendientes notables o amigos de la familia venidos a menos. Todas estas casas quedan la lado del caserón de mi abuelo y, mala suerte, poco tiempo después, el APRA, partido de multitudes populares totalmente opuesto a mi abuelo, por ser este descendiente de virreyes o presidentes de derechas, funda La Casa del Pueblo al lado de la casa del “último Echenique”, como se le solía llamar a mi abuelo en Lima. Nos mudamos todos, menos él, pues decide no moverse jamás de ahí para que el APRA y sus multitudes populares no vayan a pensar que les tiene miedo. Durante años, lo visito y lo admiro los domingos, entre el estruendo de música popular que proviene de La Casa del Pueblo, para joderle los domingos a mi abuelo (Alfredo Bryce Echenique).
1 comentario:
Espero conocer Lima alguna vez y que no queden defraudadas las expectativas que se despiertan al leer esta interesante selección de textos.
Saludos.
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