jueves, diciembre 15, 2005

Perros vargasllosianos

Hace unos meses, Max Silva Tuesta, vargasllosiano y reconocido psiquiatra, dijo que tenía en mente escribir un ensayo acerca de la presencia de los perros en las novelas de Vargas Llosa. El tema me pareció interesantísimo y de inmediato empecé a esbozar mentalmente una lista de todos los canes vargasllosianos. Me encontré así con una cifra nada despreciable, que por supuesto incluía en primer lugar a la Malpapeada, la famosa perra de La ciudad y los perros, amante del Boa y fiel como ninguna mascota. “Los perros son bien fieles, más que los parientes, no hay nada que hacer”, dice el Boa en la novela. La perra soporta que él le tuerza la pata con las manos y que la deje coja para siempre. También aguanta que le cure con ají molido las llagas provocadas por los parásitos en todo su cuerpo. La Malpapeada hace un escándalo con sus aullidos de dolor, pero, cosa increíble, termina por curarse. Por cierto, en la novela se les llama “perros” a los cadetes del tercer año, los alumnos más jóvenes e inexpertos que ingresan al Leoncio Prado.
Otra mascota bastante conocida es Batuque, el perro de Ana y Santiago Zavala que es capturado por el camión de la perrera en Conversación en La Catedral. Santiago acude al local del encierro en el puente del Ejército y se encuentra con Ambrosio Pardo, antiguo chofer de su padre. Ambos celebran la coincidencia con unas cervezas en el bar La Catedral. En ese momento nace la larga y memoriosa tertulia que sostiene la historia de la novela. El suceso ocurrió realmente en los primeros años del matrimonio entre Vargas Llosa y Julia Urquidi, la tía Julia. Los detalles se narran en El pez en el agua. El autor llegó, efectivamente, un mediodía a casa y encontró a su esposa bañada en llanto. La perrera se había llevado a Batuque. Vargas Llosa rescató al nervioso animal de inmediato y quedó espantado con el espectáculo: los empleados mataban a palazos a los perros que no eran recogidos por sus dueños, en las propias narices de los demás huéspedes caninos. Algo aturdido, Vargas Llosa salió a la calle en busca de un lugar para sentarse con Batuque. Llegó a La Catedral y de este modo se le vino a la cabeza la idea de escribir un libro ambientado durante la dictadura de Odría y de su temible secuaz Esparza Zañartu.
Judas, un furioso danés, es el guardián del colegio Champagnat en Los cachorros. Cuando los muchachos juegan al fútbol, Judas permanece encerrado en su jaula, pero no cesa de ladrar ni de mostrar los dientes. Una tarde el perro escapa e ingresa a los camarines mientras los estudiantes se están duchando. Ataca a Cuéllar y de un mordisco le cercena el pene. Desde ese momento el muchacho se gana el apodo de Pichulita. Así es conocido hasta que finalmente se mata en un accidente de automóvil en Pasamayo.
En Pantaleón y las visitadoras los seguidores del Hermano Francisco, falso profeta y jefe de la Hermandad del Arca, crucifican cucarachas, mariposas, ratas y posiblemente perros como ofrenda al Divino.
En el tercer tomo de Contra viento y marea aparece “Toby, descansa en paz” un artículo sobre el Cementerio de los Perros en Asnières. Vargas Llosa hace un recuento de sus moradores (en una pequeña tumba halló a la mascota de la reina Elizabeth de Rumania y en otra al célebre Rin Tin Tin) y luego revisa los mejores epitafios del lugar, como el de la perrita Pupú: “Merecías una muerte dulce. Tu cruel agonía me deja inconsolable para siempre. Te lloraré, sufriré mucho sin ti; descansa, amor mío”.
En La fiesta del Chivo las referencias caninas son menos agradables. Agustín Cabral se autoproclama “el más fiel de sus perros” cuando se dirige al presidente dominicano. Los hombres de Johnny Abbes gritan a Amadito García Guerrero, uno de los asesinos de Trujillo: “¡Sal con los brazos en alto, si no quieres morir como un perro”. Y en el lecho presidencial, Trujillo dice a Urania: “Chilla, perrita, a ver si aprendes”.

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