
¿Existe mayor desgracia para un escritor que perder los originales de un libro? En nuestros días el asunto ha sido casi remediado con la ayuda de las computadoras, que permiten guardar versiones de un texto en un diskette o un disco compacto. Pero hasta hace apenas cuarenta años este recurso no podía ni imaginarse. Si el original era extraviado, había que decirle adiós para siempre.
Uno de los casos más famosos ocurrió con Hemingway en Europa. Hemingway (en la foto) se había casado con Hadley Richardson en 1920, y ese mismo año partió a París como corresponsal del
Toronto Star. En 1922, estimulado por Sherwood Anderson, publicó un breve texto satírico y unos poemas en el
Double Dealer de Nueva Orleáns. Hemingway se sintió animadísimo por la publicación y por ese motivo pidió a su esposa que le llevara todos sus manuscritos de París a Lausana, ciudad en la que estaba destacado por encargo del
Toronto Star. Hadley cumplió a medias el favor, pues en la estación de Lyon tuvo un pequeño descuido y abandonó el maletín con el material inédito. Al regresar a la estación descubrió que la valija había desaparecido. Hemingway estalló en furia cuando se enteró de la pérdida. Rescribió todos sus relatos y al año siguiente le publicaron
Tres historias y diez poemas. Eso sí, la relación entre Hadley y el viejo Hem se deterioró irremediablemente.
Es bastante conocido también que Alfredo Bryce perdió los originales de
Huerto cerrado luego de un viaje a Grecia, donde trabajó como lavaplatos en un bar de Mikonos. De regreso a París le robaron su libro, su ropa y su máquina de escribir. Días más tarde Bryce se encontró con Mario Vargas Llosa y le contó su desventura. Vargas Llosa empalideció y empezó a sudar frío. “Mario”, le dijo Bryce, “me han robado a mí, no a ti”. Pero el autor de
La ciudad y los perros continuaba temblando y en ese estado hizo una lista de los escritores que habían pasado por esos aprietos, como Hemingway o Lawrence. Unos veinte años después, al reincidente Bryce le volvieron a robar los originales de
Magdalena peruana y otros cuentos, nuevamente en París. El autor suele confesar sobre esto: “Tengo la excusa de que los libros robados eran mejores que los que rescribí y publiqué luego”.
Thomas Edward Lawrence perdió los manuscritos de
Los siete pilares de la sabiduría en 1919, mientras cambiaba de tren en la estación de Reading. El libro tenía unas 250 mil palabras y había sido terminado entre París y El Cairo pocos meses atrás. Lawrence, muy enfadado por la pérdida, se lanzó otra vez a la escritura y en apenas tres meses terminó un nuevo manuscrito, que alcanzó las 400 mil palabras. Esta segunda edición no lo satisfizo en absoluto. Afirmó que su trabajo poseía un “estilo descuidado” y que merecía ser consumado por el fuego. En efecto, Lawrence solo salvó una página de ese texto y quemó el resto en 1922. El ejemplar que se conoce en nuestros días corresponde a una tercera escritura, aunque conserva esa única página librada de la ignición.
Lo mismo ocurrió con
Los Marañones, la novela histórica de Ricardo Palma que se destruyó durante un incendio en su casa durante la Guerra del Pacífico. Nunca sabremos el contenido de las páginas de
Los Marañones, pero a lo mejor esta carencia será resuelta dentro de pocos meses. En una entrevista por televisión, hace cosa de una semana y media, José Antonio Bravo declaró que está escribiendo esa novela tal como la habría escrito don Ricardo Palma hace más de un siglo. Esperaré ese libro con desesperada curiosidad.
Distinta suerte corrieron algunos manuscritos de Reinaldo Arenas en la época en que la Revolución Cubana fijó la puntería contra los escritores y los homosexuales a fines de la década de 1960. A pesar de las amenazas de prisión o muerte, Arenas continuó escribiendo forzosa e inexorablemente. Muchos de sus manuscritos fueron decomisados y en algunos casos destruidos por su propio autor. En ocasiones Arenas debía rescribir sus libros una y otra vez, sin agotarse, pues solo escribiendo logró sobrevivir al régimen.
Por fortuna, no todas estas historias tienen un desenlace doloroso. En una oportunidad Nicanor Parra y Pablo Neruda hicieron un viaje a Isla Negra. En un momento de desatención, Parra perdió los manuscritos de
Poemas y antipoemas, que pocas horas antes había leído en una tertulia encabezada por el autor de
Residencia en la Tierra. De inmediato, Neruda telefoneó a todos los conductores de ómnibus y les rogó que movieran cielo y tierra para encontrar los originales del poemario. Los choferes regresaron a medianoche con la encomienda cumplida. A esa hora Nicanor Parra continuaba lamentándose por su pérdida. Neruda se acercó a su colega repitiendo juguetonamente la expresión mágica “tatatán tatatán” y extrajo el maletín con el manuscrito debajo del poncho que acababa de ponerse.